Divulgación Científica

Dídimo Castillo Fernández*

Lo que podría considerarse como “pensamiento crítico latinoamericano” incluye las aportaciones de un conjunto amplio de autores, cuyas contribuciones teóricas relevantes están orientadas a comprender las problemáticas sociales de la región, desarrolladas desde diversas perspectivas y enfoques, contextos y circunstancias históricas, entre los que sobresalió el marxismo clásico y latinoamericano. No obstante, la proposición de “un” pensamiento latinoamericano no deja de reconocer el carácter plural y abierto del mismo. En cierto modo, podríamos calificar como “pensadores críticos” a aquellos autores comprometidos con las transformaciones sociales y políticas, y a sus obras considerarlas clásicas, no sólo por sus aportes a la sistemática teórica, sino también por sus consecuencias políticas, éticas y morales desde las cuales pensaron e interpretaron la región; y que como parte de esa memoria intelectual, representan un esfuerzo para comprender la sociedad y sus procesos de transformación sociales e históricos.


En América Latina las contribuciones que trataron, por ejemplo, la dependencia, el desarrollo, la modernización, la marginación, etc., no tuvieron una matriz teórica única, pero fueron y siguen siendo “insumos” para el debate. Autores como Theotonio Dos Santos, Rui Mauro Marini, Vania Bambirra, André Gunder Frank, Celso Furtado, entre otros, forman parte de esa generación pionera de intelectuales que como respuesta a los enfoques desarrollistas dominantes en las décadas de 1950 y 1960, impulsaron la llamada “Teoría de la Dependencia” para explicar las condiciones de subdesarrollo y desigualdad de la región articulada a la dinámica capitalista global, poniendo como idea central las relaciones de explotación y dominación “centro–periferia”. Cabría decir que el contexto (en cierto modo inédito) en el que surgieron originalmente dichos desarrollos teóricos, no estuvieron exentos de grandes contradicciones: por un lado, fueron permeados por el horizonte de utopía que marcó la revolución cubana y los movimientos sociales que planteaban la transformación social y, por otro, también tuvieron que enfrentar la instauración de dictaduras altamente represivas en la región. Las obras forjadas desde este marco de referencia destacaron y destacan por su originalidad, coherencia y compromiso con los procesos de transformación social, por su contenido científico y gran sentido humanista.
No obstante, el largo periodo de mayor influencia y hegemonía del pensamiento marxista en la región –por lo menos hasta el colapso y desintegración de la Unión Soviética a finales de la década de 1980–, se caracterizó por un amplio consenso sobre las condiciones sociales prevalecientes, las premisas sobre las contradicciones fundamentales, los actores sociales y el rumbo a seguir; pero paradójicamente, con la “nueva apertura”, las  posibilidades de desarrollo de un pensamiento crítico más abierto y plural fueron truncadas; dado que, coincidentemente, fue también el momento en el que desde el Estado y, particularmente, desde las instituciones académicas se introdujeron diversas estrategias de captación, control y aniquilamiento del pensamiento crítico y de sus legítimos promotores. Cabría aquí retomar lo señalado por Immanuel Wallerstein en su conferencia magistral titulada “El fin de las certidumbres y los intelectuales comprometidos”, en ocasión al recibimiento del doctorado honoris causa otorgado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, en septiembre de 1999, en la que señaló que “es dentro de este contexto de transición sistémica que podemos volver al tema del papel de los intelectuales comprometidos”, en el cual “el rol principal de los intelectuales es contribuir a reducir la confusión, aún, y sobre todo, entre los activistas comprometidos con una transformación progresista”; pero que a la vez “no es fácil de lograr porque los intelectuales comprometidos comparten con los activistas la confusión y el miedo” y “no están exentos de las condiciones humanas que vive el resto de la gente”.
Hoy vivimos un momento de cambio de entorno que hace muy oportuna la preocupación y la reflexión desde un contexto nuevo y complejo. ¿Dónde estamos? ¿Qué sigue? El neoliberalismo ha generado muchas crisis yuxtapuestas. El modelo, entendido como un proyecto de clase, no sólo desarticuló a la clase trabajadora, también modificó la estructura de las clases dominantes con el debilitamiento de las burguesías nacionales y la instauración de la hegemonía de las burguesías financieras globales. En términos políticos, podríamos decir que el ascenso del neoliberalismo fue el resultado de las derrotas políticas de la izquierda durante la década de 1960, con consecuencias muy similares en los diversos países. En ese periodo la clase capitalista emprendió desde el Estado una fuerte acometida contra el avance social de la clase trabajadora a nivel mundial. Fue una etapa de enérgicas ofensivas contra la clase trabajadora y fracasos de los sectores populares. La caída del sistema soviético produjo, además, la desaparición del contrapeso político e hizo posible la profundización y expansión de dicho proyecto. Cabe afirmar que los orígenes del neoliberalismo no fueron tecnológicos ni estrictamente económicos, sino políticos y sociales. El fin de la llamada Guerra Fría abrió una nueva etapa de disputa por la hegemonía global por parte de los principales países capitalistas.
Habría que decir, además, que gran parte del pensamiento crítico latinoamericano fue creado desde el contexto de las conformaciones nacionales e, inclusive, algunos de los esfuerzos de contención del neoliberalismo conllevaron formas de reorganización social promovidas desde los Estados nacionales, teniendo como referente a la nación, a través de los gobiernos progresistas en algunos de los países de América Latina, aunque no necesariamente siguiendo un patrón único. No obstante, el surgimiento de gobiernos posneoliberales apenas pudo, sin revestirlo, contener las consecuencias más lesivas de la ofensiva neoliberal; ciclo que para algunos se ha cerrado o está por hacerlo. ¿Cuál es el rumbo a seguir? Wallerstein, quien tiene una visión muy crítica pero incierta del momento, diría que “el sistema mundo está en crisis”, pero que no observa con claridad el desenlace. La pregunta que salta a escena es la de si hay o no actores para liderar el cambio, lo cual es discutible. La clase trabajadora no se ha recuperado del golpe infringido. Y también los académicos, los estudiantes y, en particular, los jóvenes perdieron horizonte, en este sentido.
En gran medida, el mundo académico fue atrapado por las ataduras del sistema neoliberal. En el nuevo contexto, se perdió la articulación entre el saber profesional y la labor académica propiamente y el trabajo socialmente comprometido, y se generó una falsa dicotomía entre el científico y el político; distinción enunciada por Max Weber a comienzos del siglo pasado, hecha realidad. Se redefinió el papel del intelectual y cambiaron las formas de organización y gestión de la investigación científica. Frente a la supuesta sobre–ideologización académica de las décadas de 1960 y1970, se promovió y generó una respuesta del profesional “puro” y dio lugar a una forma de ciencia neoliberal o neoliberalizada, en la que, bajo la figura del “experto”, se tiende a vender todo; y la labor del académico, con esa etiqueta supuestamente despolitizada, conllevó al trabajo “propio” del académico para él y sus evaluaciones periódicas. Podría decirse que, en este sentido, cambió el paradigma intelectual, dando lugar a un nuevo modelo académico hegemónico: el del profesionista, supuestamente despolitizado, centrado en la comercialización del trabajo académico, hacedor de paper. Lo que pasa no se restringe al ámbito de la investigación y sus productos, también permea a la actividad docente, al promoverse la formación acrítica en espacios en los que deberían gestarse alternativas y formarse seres humanos más pensantes, comprometidos con el bien común y con las transformaciones sociales.
¿Y los jóvenes? Muchos, laboralmente marginados; otros sin acceso al sistema educativo y algunos más, excluidos de ambos, los llamados ninis, que en ciertos países de la región alcanzan hasta una cuarta parte de ese segmento de la población, sin opciones ocupacionales viables; no pocos de ellos, en entornos de desaliento laboral. Ciertamente, el cambio súbito y progresivo del modelo clásico del trabajo al modelo flexible y desregulado del trabajo asalariado y la creciente informalidad laboral, permea a casi todos los sectores de la población; pero, por razones de índole demográfica y vulnerabilidad social, tiende a afectar sobre todo a los jóvenes que incursionan en el mercado de trabajo, o aspiran a hacerlo por primera vez. Ya no basta o tiene cada vez menor incidencia la educación; el desempleo y también la precariedad afecta a toda la estructura de la fuerza de trabajo, incluso con consecuencias igualmente drásticas entre los trabajadores con mayor capital humano y antecedentes profesionales. La relación educación–trabajo ya no es definitiva ni lineal, sino que sigue trayectorias diversas, discontinuas, fragmentadas e inciertas. Y si tenemos en cuenta que el pensamiento latinoamericano sólo será vigente mientras haya una memoria colectiva que lo reivindique –lo que académica e ideológicamente pasa por un proceso de transición intergeneracional–, éste sólo será posible y viable si los cambios económicos, sociales, culturales y políticos resultan académicamente positivos y generadores de un compromiso político de los jóvenes con sus proyectos personales y colectivos.
El pensamiento crítico vale como legado y referente en cuanto recupera de manera crítica la dinámica de los procesos sociales. La reconstrucción de dicho pensamiento u obras no equivale a la reproducción pasiva de sus contribuciones, sino a las posibilidades de actualizarlo, recrearlo y reinventarlo. La recuperación siempre será o deberá ser crítica y reactualizada. No se trata de un acervo de conocimiento archivado en espera de ser rescatado; tampoco, patrimonio de los autores. La memoria histórica implica un reposicionamiento en ese sentido; pero en la medida en que, particularmente, los jóvenes no perciban las posibilidades de realizaciones personales futuras, terminarán perdiendo también sus referentes de origen y rumbos. La recuperación y reconstrucción del pensamiento crítico supone reinventarlo. Las crisis debemos considerarlas como oportunidades de cambio. El momento actual es social y políticamente complejo, pero algo estimulante es que estamos ante el fin de las “ecuaciones acabadas”, por lo que es idóneo para crear, imaginar, ensayar e incluso equivocarse.

*Doctor en Ciencias Sociales por el Colegio de México. Investigador y profesor del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias sobre Desarrollo Regional (CIISDER). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel I

"El pensamiento crítico, la crisis de actores y el papel de los intelectuales"
Dídimo Castillo Fernández
Artículo publicado en:
La Jornada de Oriente 14-10-2016